
Las lágrimas brotaban de mis ojos sin que las pudiera controlar, me quejaba, lloraba pero nadie me escuchaba. “Es mi decisión, es mi decisión” me repetía. Me sentí frágil, estúpido; era tortura pero ya no había marcha atrás. Tomé mi ala derecha y la arranqué. Tuve que jalarla dos veces, las fuerzas me faltaron y el dolor me estremeció. A la segunda vez y con el ala en la mano, caí al suelo, sangrando, llorando, tendido solo. Pensé que iba a sufrir para siempre, pensé que iba a morir y todavía no vivía.
Tirado ahí descubrí la culpa, el arrepentimiento, la angustia. Supe por fin de qué hablaban los humanos cuando lo describían.
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